“La cortó Tito, ahí va el Gemini, lo conozco, la va a donquear, la va a donquear… la donqueóóóó.” — Manuel Rivera Morales
Era el año 1965, la guerra de Vietnam estaba en todo su apogeo haciendo estragos entre los soldados boricuas, y mientras tanto acá, en nuestra Isla, el béisbol era el deporte rey y todos nosotros teníamos un primo o prima “newyorican”.
Así los llamábamos, con una mezcla de desdén, misterio y admiración a esos primos propensos a la hipérbole, hablándonos de los rascacielos que rozaban el sol, del “subway” que los llevaba a todos sitios, de la marihuana y de la salsa que empezaba a despuntar. Todo eso y un poco más de lo que el gran Andy y el Gran Combo describirían 10 años después en la canción “Un verano en Nueva York.”
Era la época en que nuestros parques de béisbol se abarrotaban; quien fue —como yo— a un juego del City Champ en el Bithorn, entre San Juan y Santurce, nunca lo olvidará.
Al otro lado del mar, Clemente y Cepeda hacían de las suyas. En 1965 Clemente ganó su tercer título de bateo y su quinto Guante de Oro consecutivo; preámbulo de su premio al más valioso en 1966. El hijo de Perucho, no se quedó atrás y amasó el mismo premio en 1967.
Mientras tanto, se jugaba la temporada número 36 de la Liga de Baloncesto Superior, una de las más antiguas del mundo. Liga dominada en esos momentos por los Leones de Pachín Vicéns, campeones del ‘64, que se agenciaron en el ‘65 el segundo de tres campeonatos consecutivos en esa década.
Ya nuestro baloncesto empezaba a demostrar internacionalmente de lo que era capaz, logrando el cuarto lugar en las olimpiadas de Tokio, comandados por Teo, Pachín, Johnny Báez, Caco y Alberto Zamot, entre otros. Localmente, se jugaba en dos escenarios completamente diferentes: en parques de béisbol —amplios pero distantes para un juego tan dinámico— y en las canchas de pueblo, homenaje a la claustrofobia deportiva, ollas de presión pueblerina, campos de guerra para el equipo visitante.
La Pepín en Bayamón, la cancha de Quebradillas, bautizada póstumamente en los ‘70 como la Pedro Hernández, y ambas originalmente sin techo; la Arquelio en San Germán en un viejo hangar y la cancha del Club de Leones en Guayama, todas contrastaban con la majestuosidad de los estadios de béisbol. El Bithorn, la casa de San Juan, Santurce y Río Piedras; el Félix Mantilla en Isabela, el Montaner en Ponce y el Rodríguez Olmo en Arecibo. Estos, entre otros, fueron los escenarios de nuestro básquet en la segunda década de los 1960, según me cuenta Rubén Rodríguez, quien colaboró con esta columna.
El retiro de Pachín en el ‘66, presagiaba un futuro incierto para nuestra liga, aun con la presencia de ídolos como Teo Cruz. Sin darnos cuenta, la transición estaba lista, la mesa estaba servida, se sentían aires de cambio con jugadores de Nueva York que comenzaban a llegar.
En el 1965, debutó en nuestra liga —firmado por los Parkhurst, dueños de los Vaqueros— un newyorican de alrededor de 6’3” de estatura, con un español mazcao y unas extrañas patillas que se juntaban con un frondoso bigote. Novato del año que impactó la liga y que ofendió a los dioses del básquet criollo con su juego blasfemo, irrespetuoso de los modales que requerían un juego sobrio y controlado. Deslumbraba al pasarse la bola por espalda en escapadas que terminaban en donqueos de espaldas, de esta forma energizando a sus seguidores, ofendiendo a sus opositores y dejando boquiabiertos a toda una liga que lo observaba. Sin hablar de su brinco, que —como antiguo atleta de salto a lo alto— retaba las leyes de la física flotando por el tabloncillo, viendo caer a quienes osaban retarlo.
Fue él, la avanzada de aquel grupo de newyoricans y otros que cambiaron para siempre nuestra liga: Dalmau, Blondet y Neftalí junto con Rubén Rodríguez, Rubén Montañez y Jimmy Thordsen, patentizadores del juego alegre, portadores del afro como estilo y como símbolo de una raza orgullosa que nos representó por el mundo.
Decía Fufi Santori que existen jugadores excepcionales, pero solo algunos pocos son capaces de cambiar el juego. Lo hizo Tinajón Feliciano, al incorporar el tiro brincado o “jumpshot” en nuestra liga. De igual forma, lo hizo el Gemini 4, el primer gran newyorican cuyo estilo cambió nuestro baloncesto para siempre. Que en paz descanse el Núm. 17 de los Vaqueros de Bayamón, Mariano “Tito” Ortiz.
Juan Zaragoza Gómez – Senador PPD
Publicado en 19/04/2022 en El Vocero