Eso hemos construido para las niñas, para las mujeres y las ancianas perpetuando la cultura machista, una trinchera. Trinchera continua y perpetua, zanja excavada para que vivan escondidas y amedrentadas por una pareja para quien no son otra cosa que un objeto. Zanja de la cual mientras vivan nunca podrán alejarse mucho, ante la necesidad continua e imprevista de resguardarse.
Hace varios años, en una de esas conversaciones ligeras en el almuerzo, una compañera de trabajo aguijoneo a los hombres allí presentes con esta frase punzante: “Quiero un hombre que me quiera, como quiere a su carro… alguna vez han visto ustedes a un hombre malhumorado entrarle a golpes a su carro?”, sentenció.
Así de sencillo y así de claro resumió ella la objetivación de las mujeres en culturas como la puertorriqueña. Proceso mediante el cual le enseñamos a los niños que las niñas son buenas en la medida de su utilidad. Que las nenas y mujeres valen por su capacidad para darnos placer, para servirnos, para hacernos sentir más hombres al someterse ante nosotros (es decir que nuestra virilidad aumenta en función de nuestra opresión). Valen, como todo objeto por su utilidad y que al perder su utilidad se dispone o se destruye.
He recordado esa anécdota en estos pasados días, ante el asesinato de dos mujeres puertorriqueñas a manos de quien algún día recibieron dulces frases al oído. He recordado también la estadística que de tiempo en tiempo nos revuelca el espíritu; esa que nos dice que anualmente se reportan entre 5 y 10 mil casos de violencia contra la mujer. Estadística que todos sabemos, se queda corta al excluir los miles de casos de mujeres que no se atreven a levantar sus cabezas más allá de la trinchera para evitar perderla.
Si nos revuelca el estómago este tipo de asesinatos y esas estadísticas, también debe hacerlo el reconocer que esto es resultado de un proceso que comienza en la niñez y se alimenta de diversas fuentes, algunas muy claras y otras muy solapadas. Comienza con el trato desigual en la infancia, la imposición de roles, la comercialización sexual de la mujer en los medios, el trato de los hombres de nuestro núcleo a las mujeres, nuestro lenguaje, los libros de texto y en algunos casos hasta uno que otro líder religioso. Proceso cuyo hilo conductor es esculpir en el cerebro de los hombres que las mujeres son buenas y necesarias mientras nos sirven y que no son otra cosa que un objeto para ser aprovechado.
Es un milagro que con esa andanada de mensajes quede hombre sobre la faz de esta isla sin algún trazo de machismo.
Dicen los estudiosos que la objetivación sexual de la mujer en la adolescencia de los varones es el primer paso, el punto de inflexión hacia la agresión de género y un predictor bastante preciso de actos de violencia contra la mujer en la etapa adulta. Añaden los estudiosos también, que como otros tantos comportamientos humanos, este es susceptible a erradicación parcial y hasta total mediante la educación temprana y el acceso a los mensajes correctos.
Las niñas y mujeres merecen un país donde sean tratadas con dignidad, donde reciban una paga igual, donde puedan entrar en una relación sin el temor constante a que las caricias un día se conviertan en golpes y donde sus padres no vivan con la angustia perpetua de que el novio, esposo o compañero de su hija abuse de ellas física o emocionalmente.
Esta situación es el gran fracaso de la sociedad puertorriqueña, esa que se jacta de los adelantos y del progreso, sin darse cuenta de que seguimos aferrados a costumbres muy antiguas que no son otra cosa que un lastre en nuestro proceso de evolución hacia una sociedad igualitaria.
Es hora de dejar a un lado el pico y la pala y dejar de construir trincheras de protección para las mujeres. Es hora de comenzar a educar a niños, jóvenes y adultos, a padres, maestros, fiscales y jueces, a todos aquellos que de una forma u otra aportamos a perpetuar ese lastre que nos arrastra al fondo del mar.
Juan Zaragoza Gómez – Senador PPD
Publicado en 11/05/2021 en El Vocero